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Gato Pícaro

Neoangelus

Neoangelus “...volando, tan alto... que a punto de entrar en el jardín del Edén,
fundido su vuelo por tu derramado sol,
cae, como el ángel exterminado,
al mar de los naufragios”
L. E. Aute

Luna llena. Faltaban aún unos minutos para el amanecer cuando sentí las piernas bañadas por las olas del mar. Me encontraba boca abajo y lleno de arena. Tenía arena en mis labios y en la boca, llenaba en mi paladar la saliva salada.

Tardé unos instantes en darme cuenta que estaba vivo; vivo de verdad, pues cada vez que hacía algún movimiento con los dedos o alzaba la respiración o escuchaba el latir de mi corazón se excitaban mis sentidos al percibir que no había muerto.

Intenté incorporarme y lo único que lograba era arrastrarme en contra del mar, luchando a cada brazada por llegar a un lugar más estable.

El dolor, ¡me partía el dolor! Naciente signo de vida. Dolor, ¡oh, dolor! Desde la piel hasta el alma. No era para menos, caer de esa altura pudo haberme matado y en lugar de eso me encontraba lleno de daños pero vivo.

Conseguí ponerme de rodillas; al hacerlo escupí sangre proveniente de mi garganta. Ante mí se apareció un paisaje de manglares, árboles y un altozano al fondo y a mis espaldas quedaba el mar que rompía ola a ola como el compás de la música más celestial. Llegué a gatas a una estela que se hallaba bajo un árbol y me instalé a descansar.

Desperté al medio día. El sol no podía alcanzarme en el lugar donde me encontraba; mejor así, porque no quería que ninguna de sus centellas se acercara a darme una tibia caricia la cual traería a mi tantos pensamientos, sentimientos a los que no deseaba enfrentarme.

Decidí tomar el resto de la tarde para dormir. Aún necesitaba recuperar fuerzas antes de realizar cualquier acción.

Tiempo después abrí mis ojos y alcancé a distinguir el último esbozo que pinta el sol en el firmamento. Resolví que era hora de ponerme de pie.

En un inicio, el pararme no fue cosa fácil, pero pudo más mi perseverancia para que después de una decena de intentos pudiera lograrlo. Cuando alcancé ponerme de pie mi percepción del entorno se volvió diferente. La necesidad de saber si tenía alguna compañía me llevó a caminar toda la costa de lo que después supe es una pequeña isla. Anduve de manera lenta y quejosa. Llamé por todas partes y no obtuve ninguna respuesta, por lo que no tengo la seguridad de haber estado solo o de que nadie atendía mis suplicas. Este fue el preludio de un vacío anímico.

Comenzaron a hacerse evidentes las heridas de mi cuerpo. No tenía en cuenta lo quemado que me encontraba después de toda aquella travesía y, peor aún, la hecatombe sufrida en mi corazón. Al contemplar el horror y la vasta soledad, las fuerzas que guardaba se desvanecieron entendiendo que mi cuerpo era el que se había levantado pero mi esencia no lo había conseguido. Las lágrimas corrieron desesperadas por encontrarse con mis mejillas y en aquel instante quería desaparecer del universo; con esta idea empecé a hundirme en el pantano de la tristeza.

Entre sollozos y lamentos se me aparecía la imagen de la muerte que a cada segundo se hizo más grande. La muerte, pensaba yo, terminaría con sufrimientos y decepciones. Ésta comenzó a llamarme y yo vagaba hacia ella. Ya no tenía nada que perder después del engaño de la criatura amada. Caminaba hacia ninguna parte buscando caer en sus brazos.

Súbitamente sentí como algo se posó en mi mano. Me detuve funestamente y bajé la mirada para poder contemplar lo que tomaba mi extremidad: ¡una mariposa!, una mariposa blanca con alas tan hermosas, parecidas al celofán. La imperceptible veleta me conducía con sus diminutas alas hacia el calmante que me desviaría de la muerte. Ese calmante llegó en forma de agua salada, agua de mar para ser precisos. La mariposa me soltó y voló hacia el mar.

Al hundirme en esa masa de agua comencé a mitigar los malestares de mi piel y el gemido de mi espíritu. La luna iluminaba con luz tenue y consoladora aquel piélago de lágrimas. El conjunto de ambos creó el mejor bálsamo que nunca haya existido, porque el mar no es otra cosa que una infinidad de lágrimas dispuestas a cobijar a todo aquel que clame un poquito de comprensión y la luna es una canica que esparce luz hipnotizante para crear un albor de pasiones, traspasando cada una de las membranas corpóreas. Las llagas de las quemaduras comenzaron a desaparecer dejando cicatrices pero la ruptura de mi corazón no sanaba del todo.

Después de mantenerme algunos minutos con la cabeza a flote, tomé mi cuerpo y salí del agua. Me senté en la playa mirando al horizonte bañado por luz de luna. Intentaba pensar en cómo iba a salir de aquel lugar pero el miedo no dejaba que mi mente ideara algún plan, provocando que la desesperación se conjugara con mi estado, aunque esta vez no me sentía perdido.

Asombrosamente vi que la minúscula mariposa revoloteaba sobre mí. Nuevamente la pequeña velita me llamó con ese imperceptible sonido que creaba al volar tan frágil y tan liviana; esta vez se dirigía hacia el manglar y, siguiéndola, también me adentré a él.

Perdí a la mariposa al entrar al manglar. Andar no me fue nada fácil porque todo el miedo concentrado no me permitía ver por donde caminaba. Nacían en mi intenciones de claudicar pero en ese instante llegó una idea a mi mente y me dispuse a recoger materiales diversos, entre los que se encontraban hojas, ramas, ceras, pastas salinas y hálitos de brisa.

Al terminar de reunir lo necesario, me dispuse a salir pero las ramas y las rocas pretendían detener mis pasos a lo cuál yo respondí con lucha y forcejeos, rompiendo y destruyendo aquellos miedos. Salí triunfante de esta batalla, llegando a la costa y reencontrándome con la mariposa.

Solté todo lo que llevaba a cuestas, me senté en la arena y presurosamente me puse a trabajar.

¡Mi idea no podía fallar! Ya lo había intentado anteriormente, sabía que no podía fracasar. Esta vez mi proyecto no sería detenido por nada, en esta ocasión pondría el doble de empeño en la construcción y en el perfeccionamiento de mi artefacto y no permitiría que mi hondo corazón se tomara la libertad de enamorarse de un sueño. Lo tenía decidido: este instante se hizo para volar, no para mantenerme inmóvil.

La noche fue muriendo hasta que los vientos anunciaron que faltaba poco tiempo para que apareciera el amanecer. Tenía que darme prisa para llegar a mi propósito antes de que esto sucediera. Aún evitaba enfrentarme a tantos recuerdos y a tanta frustración, sin embargo en algún momento tendría que dar la cara y el resto de mi cuerpo a esos malestares. Sabía que, cuando llegara la hora, sería tormentoso viajar hasta el centro de mi pensamiento para tomar una a una las flores sembradas por un amor que no me correspondía para después echarlas al vacío del olvido con ayuda de mi mariposa, ser que no me había abandonado en todo el tiempo en que la noche nos abrigó con su manto estelar.

A pesar de todas mis oposiciones, el despunte del alba llegó y mi existir comenzó a vibrar al ver llegar la luz del día.

Conforme iban rozando los rayos del sol mi piel, los recuerdos hacían mezcla con el insoportable sufrimiento. Pensar que horas antes había alcanzado acariciarlo, después de haberme enamorado con su resplandor, mas no esperaba de ninguna forma que llegara la desilusión a causa de su traición, la traición de ese sol tan envolvente y tan... delicioso.

Buena advertencia había hecho mi progenitor acerca de aproximarme al astro pero mi contención fue nula al sentir todo el calor que emanaba el áureo ser. En el instante en que volaba hacia él me sentía tan feliz y tan lleno de equilibrio que todo lo demás quedaba en el abandono; revoloteaba por los aires como un niño que recibe un obsequio acompañado de abrazos y alientos.

No podía creerlo, ¡allí estaba yo!, donde ningún mortal había podido llegar, donde yo era el ser que había volado tan alto, donde nada ni nadie logró batir sus alas, donde la fusión de su calor vertido en mi cuerpo se volvían una sola danza edénica, donde el Olimpo deslumbraba con sus refulgentes manjares convertidos en promesas, donde el tiempo quedaba plasmado con toques de eternidad, donde tus palabras de amor llegaron a mi credo, donde tu me ofrecías tus muslos ardientes, donde tu incendiante abrazo me despellejaba, donde tu candente sexo latía empapado de vicisitudes solares, donde consumirnos en orgasmos alimentaba el fuego de las células, donde estallar haciendo el amor...

Me hizo caer. Fulminado hacia el mar, inesperadamente quedé sin sustento, agitando brazos sin alas, sacudiendo con desesperación el cuerpo, buscando algo o alguien de quien sostenerme, haciendo hasta lo imposible por permanecer volando y poder continuar soñando, mas todo se realizó en vano. Seguía cayendo y nada me detenía. Gritaba, desgarraba las nubes con mis gritos a la vez que cerraba mis ojos que no podían aguantar mirar hacia aquella estrella cegadora, sol que se alejaba con gran velocidad, sol impasible al cual no le importaban mis sueños y ofrendas, sueños que sufrieron un exterminio cruel.

Se apagó la luz; el agua invadió mi entorno y se apagó la luz.

Desperté más tarde para observar la luna redonda y color de leche mientras la saliva quedaba llenita de arena.

Las horas van pasando y se llevan aquellos recuerdos. El viento ha secado mis lágrimas. Pronto me remontaré a nuevos sitios en compañía de mi mariposa luna, mi mariposa mar; aún y cuando el sol me observe desde tan lejos sin decirme una sola palabra, volaré con la esperanza de renacer en un nuevo ser, sin importar si mi vuelo se efectúa con alas prestadas como éstas que estoy construyendo o si algún día obtendré las propias haciéndome un nuevo ángel. El sol se encuentra en plenitud y nuevamente empapa de fuego mi piel. Con una sonrisa levanto mi rostro y grito: —¡No te necesito! Me llevo la satisfacción de saber que pude besar tus rayos y nunca me la arrebatarás. ¿Qué harás ahora para intentar perderme?—

¡Sol, no me pierdes; sol, yo te pierdo!

Emanuel Leal Febrero de 2004
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